"Hamlet" de William Shakespeare una mirada a su vida y obra

"Hamlet" de William Shakespeare
Contexto socio-histórico:
Isabel reina desde hace seis años cuando William Shakespeare nace en 1564. Cuando muere, en 1616, Jacobo I ocupa el trono desde hace trece años. Durante este período, Inglaterra, débil Estado con escasa población, bastante pobre, oscurecida y mal conocida en el exterior, pasa al rango de gran potencia, alcanza un grado sorprendente de prosperidad material y brilla en el dominio de las letras.
Hasta mediados del siglo XVI, el espíritu del Renacimiento no se propagó más allá de los círculos de la Corte y aún dentro de ella se manifestaba más bien bajo su forma erudita que bajo su aspecto creador. Los italianos, y también los franceses, seguían considerando a los ingleses como semibárbaros. En cuanto al idioma, nadie o casi nadie lo conocía en el exterior.
Con todo, este atraso no constituyó una pérdida sin remedio. Cuando terminó la guerra civil y la reforma religiosa se halló bien encaminada; cuando los peligros exteriores estuvieron conjurados, por lo menos transitoriamente, muchas circunstancias se habían aunado para que Inglaterra recuperara el tiempo perdido y lo hiciese a pasos agigantados.
Ardientes, atrevidos, los ingleses de la época son también brutales y sanguinarios. La ebriedad es frecuente en todas las clases sociales y genera querellas sangrientas; la violación es moneda corriente; las peleas terminan a menudo en un asesinato; los espectáculos de mayor éxito son las luchas a muerte entre animales y también las ejecuciones capitales.
Isabel, al asumir el reinado, es recibida con entusiasmo. Pone en práctica una política circunspecta, se rodea de buenos consejeros, trata con consideración al Parlamento, se dedica a restablecer las finanzas, concierta la paz con Francia.
Glorioso, el reinado de Isabel sería lo contrario de apacible. Intrigas, confabulaciones, revueltas, ejecuciones y asesinatos se sucederían en él sin interrupción y harán de este periodo un largo drama entrecortado por escenas de bravura y episodios cómicos.
Su agricultura y su industria se desarrollan, sus "mercaderes aventureros" acumulan enormes fortunas y no parece haber ya límites para el lujo desplegado por esos grandes señores. Por último, se produce allí un súbito y extraordinario florecimiento de autores dramáticos, de poetas, de músicos y de pensadores. En 1591 es cuando el más grande, el que los resume a todos, William Shakespeare, estrena Enrique VI, su primera pieza.
Sin duda el rasgo más dominante de la Inglaterra de la época de Shakespeare es la coexistencia de la brutalidad de las costumbres con el refinamiento de la cultura. No solamente muchos gentiles hombres saben igualmente bien componer un soneto o una elegía que manejar la espada o la daga, sino que además, una cantidad de comerciantes mediocres, de artesanos y hasta de campesinos, compran libros y los estudian. La traducción de la Biblia al lenguaje del vulgo ha dado a las masas el gusto por la lectura; los cantos y las baladas populares ponen la poesía al alcance de los humildes; la instrucción se propaga.
Capas sociales: La antigua aristocracia ha sido aniquilada en gran parte por la guerra de las Dos Rosas y los descendientes de lo que ha subsistido de ella han degenerado. La nueva, enriquecida gracias a la confiscación de los bienes de los monjes, no es muy altanera, ni muy cerrada.
Es indudable que unos sesenta grandes señores, dueños absolutos de sus posesiones, son pares del reino y gozan por consiguiente de una posición eminente, así como también de derechos particulares. Pero las otras personas de calidad no tienen nada muy sustancial que los distinga del común de los mortales ni exenciones fiscales, ni privilegios jurisdiccionales.
Por encima de la clase noble, pero apenas separada de ella por un margen movible, está la burguesía: gentes de trajes largos, mercaderes pudientes, terratenientes medianos. Los primeros, sean magistrados, abogados, médicos, profesores u hombres de la iglesia, constituyen una categoría activa, ambiciosa, y en general muy instruida.
La enorme mayoría de la nación se compone de la masa, de contornos mal definidos, de campesinos, artesanos, obreros y hombres de mar.
El estudio de las obras de Shakespeare, no puede descuidar el fondo histórico nacional, porque en una época en tantos aspectos cerrada y confinada, los problemas del individuo eran inseparables de los problemas del estado.
Hamlet es una leyenda del siglo XII que el historiador danés Saxo Grammaticus recogió en su 'Historia Danicae ", publicado en 1514, donde se encuentran, sólo con la variante de un final feliz para el victorioso príncipe Hamlet, todos los lances y elementos dramáticos de la obra de Shakespeare. Pero William Shakespeare no debió de leer a Saxo, sino más probablemente su traducción al francés por Belleforest, aparecida con el título de Historias Tragiques en el último tercio del siglo XVI.  
Período literario al que pertenece la obra.
El teatro isabelino, del que Shakespeare formaba parte, resumía la supervivencia de un teatro popular y una experiencia social. La tradición popular medieval se fundió así con la experiencia colectiva y la conciencia histórica.. El drama popular iba a ser enriquecido por el humanismo renacentista. El humanismo añadiría temas, formas y estructuras novedosas.
El teatro isabelino, lograba una síntesis de valores populares y renacentistas.
La época de Shakespeare fue una época de marcada individualización,  emanada de las reflexiones filosóficas sobre el hombre, nacida del estudio empírico de las pasiones y de la teoría de los caracteres, surgida de un estilo de vida caballeresco y cortesano. Cervantes y Shakespeare son los videntes de la individualización, deben sus logros a esta captación de la historia que vivieron.
Fueron tres las novedades que introdujo el drama humanístico en el teatro:
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Transformó el teatro medieval, que era esencialmente la representación y pantomima, en obra de arte literaria.
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Aisló, para realizar la ilusión, la escena, del público.
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Concentró la acción tanto en el espacio como en el tiempo, sustituyendo, la desmesura épica de la Edad Media por la concentración dramática del Renacimiento.
En definitiva, el teatro de Shakespeare tiene algo de Renacimiento, y también de Barroco
Estructura
Espacio y tiempo
 Hamlet es un príncipe del siglo XVI. Vive en su palacio en Dinamarca. Los lugares en que transcurre la obra, son:
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Casa de Polonio.
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El palacio.
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La explanada delante del palacio.
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Cementerio.
El tiempo es lineal y cronológico. Cuando el fantasma del padre le cuenta lo sucedido hay reconto. Hay un tiempo psicológico que es el de  Hamlet, si debe acelerar o no la venganza.
Planos de acción:
Plano real- plano de sombra- plano de la locura.
Hay narraciones dentro de la narración cuando los cómicos actúan.
ESTRUCTURA INTERNA:
Planteo o introducción: presentación de los personajes y de la situación.
Nudo: la sombra le revela la verdad y le pide venganza.
Desenlace: a partir de la conversación de Hamlet con su madre y de la muerte de Polonio.
Desenlace final: encuentro de esgrima con Laertes y la muerte. Aparición de Fortimbrás como el nuevo rey.
Utiliza diálogos y monólogos.
Punto de vista: primera persona. Dentro de la narración, testigo de los hechos.
ESTRUCTURA EXTERNA: 
 Cinco actos divididos en escenas:
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 Acto 1°: 13 escenas;
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Acto 2°: 11 escenas;
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Acto 3°: 28 escenas;
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Acto 4°: 24 escenas;
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Acto 5°: 11 escenas.
La estructura parte de una situación inicial donde aparecen el lugar, el tiempo, los personajes y las circunstancias en las que se encuentran. Después comienza el desarrollo de los hechos organizado en núcleos. Luego de éste, se produce la situación final o desenlace.
El papel del padre, del fantasma, es el de apartar al mundo la semilla del infortunio. Sin él no hay revelación del fratricidio, y sin revelación no hay tragedia. Pero sabemos desde la escena I, que este rey ha muerto antaño, en combate singular, a su vecino Fortinbrás de Noruega, y que ha anexado sus tierras. Imposible no vincular el acontecimiento al desenlace del drama: la victoria del joven Fortinbrás y la reconquista del reino perdido. Lejos de ser la primera víctima, el rey Hamlet sería entonces el primer asesino, y es a la cuenta de él que sería menester agregar el origen del ciclo trágico
El emisor de la obra es Hamlet, quien actúa como actor protagonista, dirigiéndose en primera persona; sabe lo que hace y piensa él mismo, pero puede actuar como testigo de otros al mismo tiempo. No se dirige a un receptor determinado, sino a uno irreal o inexistente.  
Claudio es el antagonista de Hamlet ¿Cómo logra el autor contraponer estas dos figuras?
Si el contraste es el arma fundamental de Shakespeare para resaltar el carácter dubitativo de Hamlet, el contraste principal viene dado entre Hamlet y Claudio.
Este actúa rápidamente y con firmeza cuando su estabilidad se ve amenazada.
Hamlet, por el contrario, demora la acción y espera a estar muriendo para matar a Claudio.
Los dos personajes se contraponen en la obra por diversos
métodos. Cada uno de ellos sondea la mente del otro: Claudio para averiguar si Hamlet está en verdad loco, Hamlet, para descubrir si el rey es el asesino.
 Hamlet, en sí mismo, encarna la mayor contradicción como si tuviera una doble naturaleza: él impulsa a la venganza y a la reflexión que lo cohíbe. Hamlet tiene un gran incentivo para tomar venganza, por eso mismo resalta más su indecisión. Esta doble tendencia muestra la polarización de los intereses del hombre: o mucha acción, muy propia del Renacimiento, o mucha duda propia del Barroco. Pareciera que Hamlet resumiese esa dicotomía natural del hombre; volcarse hacia las cosas o sumergirse en su vida interior. Hamlet es irresoluto y a la vez vacilante, unas veces el deber lo obliga a actuar, como cuando mata a Polonio; otras, la reflexión lo detiene; vacila pero no se resiste a tomar venganza. Hamlet es un egocéntrico, busca individuarse, ser él, nunca parecer ser él, o sea, autenticidad, por eso su resistencia a la acción hasta no estar plenamente seguro y convencido.
Hamlet huye de su tarea heroica y porque sabe que la muerte engendra muerte y la venganza más odio y venganza.
Argumento :
El rey de Dinamarca muere y su hermano Claudio sube al trono. Se casa de manera repentina con Gertrudis, la reina, y el príncipe Hamlet está sumido en una profunda depresión.
Se le aparece una noche la sombra de su padre, el rey difunto, quien le revela que Claudio lo mató para acceder a la corona, y le exige venganza. El príncipe no lo hace sino hasta más tarde, y mientras tanto finge estar loco, al parecer para que el monarca no sospeche cuáles son sus verdaderas intenciones. La causa por la cual Hamlet adopta esta extraña actitud es objeto de gran debate entre el rey y la reina, que creen que sufre una perturbación por la muerte de su padre, y Polonio, el viejo chambelán, quien considera que Hamlet está sufriendo los efectos del amor que siente por su hija Ofelia.
Para confirmar lo dicho por el espectro, Hamlet dispone que se represente en la corte una obra que ilustre el asesinato descripto por el esoectro de su padre, y de acuerdo a la reacción del rey, podrá saber si él realmente cometió el crimen. En la mitad de la obra Claudio se retira muy perturbado, y el príncipe confirma así las revelaciones de la sombra.
Luego de la representación teatral, Hamlet enfrenta a su madre, y mientras le reprocha el haberse casado con Claudio, escucha a alguien detrás de una cortina. Como cree que se trata de la voz del rey, saca su espada y se la clava, pero no mata a Claudio, sino al indiscreto de Polonio.
El espectro reaparece e insta a Hamlet a terminar su tarea. Pero no puede; el rey lo envía a Inglaterra y da la orden de que lo maten en dicho país, pero el príncipe logra escapar, falsificando las órdenes del rey. Cuando regresa a Dinamarca se entera de que Ofelia se volvió loca y se ahogó. Su hermano Laertes, sin buscar pruebas ni hacer un análisis de la situación antes de actuar, se apresura para vengar la muerte de su padre. El rey lo persuade para que participe en un combate de esgrima con Hamlet, equipado con un arma envenenada para asegurar la muerte del príncipe. Durante el mismo, Laertes logra su cometido, envenenando a Hamlet, pero también recibe una herida con la espada adulterada. Antes de morir, el príncipe ve que su madre toma una bebida envenenada que era para él, y mata a Claudio.
Interpretación y consideraciones:
Hamlet ahonda temas como la locura, las dudas del protagonista ante la madre adúltera y cómplice en el asesinato del padre, y patentiza la lucha entre la razón y la locura, entre el bien y el mal, indagando en los sentimientos y pasiones humanas.
 Va más allá de otras tragedias centradas en la venganza, pues retrata de un modo escalofriante la mezcla de gloria y sordidez que caracteriza la naturaleza humana. Hamlet siente que vive en un mundo de engaños y corrupción, sentimiento que le viene confirmado por el asesinato de su padre y por la sensualidad desenfrenada de su madre. Estas revelaciones lo conducen a un estado en el que los momentos de angustia e indecisión (duda) se atropellan con frenéticas actuaciones, situación cuyas profundas razones continúan hoy siendo motivo de distintas interpretaciones.
Hamlet es hijo único de un rey en la fuerza de la edad y de una reina muy joven. Ha tenido, por consiguiente, la infancia y la juventud de un príncipe heredero y de un hijo único. Ha sido niño mimado, acostumbrado a la obediencia de todos.
El rasgo dominante de su carácter es un inmenso amor por su madre, un amor exagerado. Ha sido el niñito enamorado de su madre, más dolorosamente celoso que un amante. Estos celos gritan y sufren, y amenazan a cada instante.
En su drama, Hamlet no es dejado a un lado por su padrastro y por su madre. Por el contrario, el rey trata de ganar su confianza y amistad. Este rey se halla atormentado por continuos remordimientos. Este hombre (Claudio), perseguido por su conciencia, no tiene ningún deseo de matar al joven Hamlet; no tiene, además, ningún motivo. No ha usurpado el trono. No es Hamlet el que hubiera sucedido a su padre: es la reina, quien al morir el rey se ha convertido legal y fundadamente en soberana. Hamlet no puede quejarse de haber sido despojado. Por lo demás, el príncipe no parece tener grandes deseos de reinar. Su inclinación por los grandes sueños filosóficos no deja lugar en su corazón para la ambición. Hamlet no es peligroso para el rey. Además, el asesinato no ha sido público; Hamlet lo ignora.
El rey, por medio de sus bondades hacia Hamlet, trata de calmar sus propios remordimientos. Sus declaraciones no carecen de verdadera ternura, son sinceras. Hamlet se comporta sombrío y sarcástico. Simula su locura, sin razón alguna, ya que no corre peligro. Al contrario, el rey hace vigilar al loco, naturalmente, aunque sólo fuera por amistad hacia él. Por fin, cuando da muerte a Polonio, el rey se decide a matarlo.
Hamlet desprecia a su madre como objeto mismo de su deseo y a su padre como el de sus celos.
La encarnación de este doble sentimiento es Claudio. Pese a todas las insolencias, los insultos con los que lo abruma, Hamlet no puede culpar profundamente a su tío por un crimen audaz que él mismo sueña con cometer. Si no cesa de evocar a su madre en los términos más sensuales ni de vilipendiar al rey por su lujuria, es porque el incesto lo obsesiona. Hasta mezclará las fechas del casamiento y del asesinato, mostrando de esta suerte que la muerte de su padre no puede significar para él sino la posesión de su madre. El tío ha cometido pues, los dos crímenes juntos.
Se puede considerar a Hamlet como una conciencia sin acción. Durante toda la obra delibera, acerca de los actos que podría cometer. El dilema de Hamlet, la razón de su parálisis, consistiría en: si no actuar sería para él convertirse en cómplice de un criminal, actuar no es más que convertirse en el servidor de un muerto. Matando a su tío, el príncipe no cumpliría más que un destino suyo propio y, lejos de realizarse, sería simplemente el instrumento de un sueño paternal. Es indeciso e impotente para actuar, oponiéndose a Alertes, que sería una acción sin conciencia, quien desencadena el desenlace de la obra (por el deseo de vengar a su padre) y a Fortinbrás, héroe que reúne todas las virtudes de los otros dos, sin tener sus defectos.
Prólogo
     La presente Tragedia es una de las mejores de Guillermo Shakespeare, y la que con más frecuencia y aplauso público se representa en los teatros de Inglaterra. Las bellezas admirables que en ella se advierten y los defectos que manchan y oscurecen sus perfecciones, forman un todo extraordinario y monstruoso compuesto de partes tan diferentes entre sí, por su calidad y su mérito, que difícilmente se hallarán reunidas en otra composición dramática de aquel autor ni de aquel teatro; y por consecuencia, ninguna otra hubiera sido más a propósito para dar entre nosotros una idea del mérito poético de Shakespeare, y del gusto que reina todavía en los espectáculos de aquella nación.
     En esta obra se verá una acción grande, interesante, trágica; que desde las primeras escenas se anuncia y prepara por medios maravillosos, capaces de acalorar la fantasía y llenar el ánimo de conmoción y de terror. Unas veces procede la fábula con paso animado y rápido, y otras se debilita por medio de accidentes inoportunos y episodios mal preparados e inútiles, indignos de mezclarse entre los grandes intereses y afectos que en ella se presentan. Vuelve tal vez a levantarse, y adquiere toda la agitación y movimiento trágico que la convienen, para caer después y mudar repentinamente de carácter; haciendo que aquellas pasiones terribles, dignas del coturno de Sófocles, cesen y den lugar a los diálogos más groseros, capaces sólo de excitar la risa de un populacho vinoso y soez. Llega el desenlace donde se complican sin necesidad los nudos, y el autor los rompe de una vez, no los desata, amontonando circunstancias inverosímiles que destruyen toda ilusión. Y ya desnudo el puñal de Melpómene, le baña en sangre inocente y culpada; divide el interés y hace dudosa la existencia de una providencia justa, al ver sacrificados a sus venganzas en horrenda catástrofe, el amor incestuoso y el puro y filial, la amistad fiel, la tiranía, la adulación, la perfidia y la sinceridad generosa y noble. Todo es culpa; todo se confunde en igual destrozo.
     Tal es en compendio la Tragedia de Hamlet, y tal era el carácter dramático de Shakespeare. Si el traductor ha sabido desempeñar la obligación que se impuso de presentarle como es en sí, no añadiéndole defectos, ni disimulando los que halló en su obra, los inteligentes deberán juzgarlo. Baste decir que, para traducirla bien, no es suficiente poseer el idioma en que se escribió, ni conocer la alteración que en él ha causado el espacio de dos siglos; sin identificarse con la índole poética del autor, seguirle en sus raptos, precipitarse con él en sus caídas, adivinar sus misterios, dar a las voces y frases arbitrariamente combinadas por él la misma fuerza y expresión que él quiso que tuvieran, y hacer hablar en castizo español a un extranjero, cuyo estilo, unas veces fácil y suave, otras enérgico y sublime, otras desaliñado y torpe, otras oscuro, ampuloso y redundante, no parece producción de una misma pluma; a un escritor, en fin, que ha fatigado el estudio de muchos literatos de su nación, empeñados en ilustrar y explicar sus obras; lo cual, en opinión de ellos mismos, no se ha logrado todavía como era menester.
     Si estas consideraciones deberían haber contenido al traductor y hacerle desistir de una empresa tan superior a su talento, le animó por otra parte el deseo de presentar al público español una de las mejores piezas del más celebrado trágico inglés, viendo que entre nosotros no se tiene todavía la menor idea de los espectáculos dramáticos de aquella nación, ni del mérito de sus autores. Otros, quizás, le seguirán en esta empresa y fácilmente podrán oscurecer sus primeros ensayos; pero entretanto no desconfía de que sus defectos hallarán alguna indulgencia de parte de aquellos, en quienes se reúnan los conocimientos y el estudio necesarios para juzgarle.
     Ni halló tampoco en las traducciones que los extranjeros han hecho de esta Tragedia, el auxilio que debió esperar. Mr. Laplace imprimió en francés una traducción de las obras de Shakespeare, que a pesar de sus defectos, no dejó de merecer aceptación; hasta que Mr. Letourneur publicó la suya, que es sin duda muy superior a la primera. Este literato poseía perfectamente el idioma inglés, y hallándose con toda la inteligencia que era menester para entender el original, pudiera haber hecho una traducción fiel y perfecta; pero no quiso hacerlo.
     Había en su tiempo en Francia dos partidos muy poderosos, que mantenían guerra literaria y dividían las opiniones de la multitud. Voltaire apasionado del gran mérito de Racine, profesaba su escuela, se esforzó cuanto pudo por imitarle, en las muchas obras que dio al teatro, y este ilustre ejemplo arrastró a muchos Poetas, que se llamaron Racinistas. El partido opuesto, aunque no tenía a su frente tan temible caudillo, se componía no obstante de literatos de mucho mérito, que prefiriendo lo natural a lo conveniente, lo maravilloso a lo posible, la fortaleza a la hermosura, los raptos de la fantasía a los movimientos del corazón, y el ingenio al arte, admirando los aciertos de Corneille, se desentendían de sus errores e indicaban como segura y única la senda por donde aquel insigne Poeta subió a la inmortalidad. Pero todos sus esfuerzos fueron vanos. La multitud de papeles que diariamente se esparcían por el público, ridiculizando la secta Racinista y apurando para ello cuantas sutilezas sugiere el ingenio y cuantos medios buscan la desesperación y la envidia; si por un momento excitaban la risa de los lectores, caían después en oscuridad y desprecio, cuando aparecía en la escena francesa la Fedra, la Ifigenia, el Bruto o el Mahomet. Entonces se publicó la traducción de Letourneur; impresa por suscripción, dedicada al Rey de Francia y sostenida por el partido numeroso de aquellos a quienes la reputación de Voltaire atropellaba y ofendía. Tratose, pues, de exaltar el mérito de Shakespeare y de presentarle a la Europa culta como el único talento dramático digno de su admiración, y capaz de disputar la corona a los Eurípides y Sófocles. Así pensaron abatir el orgullo del moderno trágico francés, y vencerle con armas auxiliares y extranjeras, sin detenerse mucho a considerar cuán poca satisfacción debía resultarles de una victoria adquirida por tales medios.
     Con estos antecedentes, no será difícil adivinar lo que hizo Letourneur en su versión de Shakespeare. Reunió en un discurso preliminar y en las notas y observaciones con que ilustró aquellas obras, cuanto creyó ser favorable a su causa, repitiendo las opiniones de los más apasionados críticos ingleses en elogio de su compatriota, negándose voluntariamente a los buenos principios que dictaron la razón y el arte y estableciendo una nueva Poética, por la cual, no sólo quedan disculpados los extravíos de su idolatrado autor, sino que todos ellos se erigen en preceptos recomendándolos como dignos de imitación y aplauso.
     En aquellos pasajes en que Shakespeare, felizmente sostenido de su admirable ingenio, expresa con acierto las pasiones y defectos humanos, describe y pinta los objetos de la naturaleza o reflexiona melancólico con profunda y sólida filosofía, allí es fiel la traducción; pero en aquellos en que se olvida de la fábula que finge, del fin que debió en ella proponerse, de la situación en que pone a sus personajes, del carácter que les dio, de lo que dijeron antes, de lo que debe suceder después; y acalorado por una especie de frenesí, no hay desacierto en que no tropiece y caiga; entonces el traductor francés le abandona y nada omite para disimular su deformidad, suponiendo, alterando, substituyendo ideas y palabras suyas a las que halló en el original; resultando de aquí una traducción pérfida o por mejor decir, una obra compuesta de pedazos suyos y ajenos, que en muchas partes no merece el nombre de traducción.
     Lejos, pues, de aprovecharse el traductor español de tales versiones, las ha mirado, con la desconfianza que debía, y prescindiendo de ellas y de las mal fundadas opiniones de los que han querido mejorar a Shakespeare con el pretexto de interpretarle, ha formado su traducción sobre el original mismo; coincidiendo por necesidad con los traductores franceses, cuando los halló exactos, y apartándose de ellos cuando no lo son, como podrá conocerlo fácilmente cualquiera que se tome la molestia de cotejarlos.
     Esto es sólo cuanto quiere advertir acerca de su traducción. La vida de Shakespeare y las notas que acompañan a la Tragedia, son obra suya, y a excepción de una u otra especie que ha tomado de los comentadores ingleses (según lo advierte en su lugar) todo lo demás, como cosa propia, lo abandona al examen de los críticos inteligentes.
     Si se ha equivocado en su modo de juzgar o por malos principios o por falta de sensibilidad, de buen gusto o de reflexión, no será inútil impugnarle; que harto es necesario agitar cuestiones literarias relativas a esta materia para dar a nuestros buenos ingenios ocupación digna, si se atiende al estado lastimoso en que yace el estudio de las letras humanas, los pocos alumnos que hoy cuenta la buena poesía y el merecido abandono y descrédito en que van cayendo las producciones modernas del teatro.

Vida de Guillermo Shakespeare

     Guillermo Shakespeare nació en Stratford, pueblo de Inglaterra, en el Condado de Warwick, año de 1564, de familia distinguida y pobre. Era su padre comerciante de lanas; y deseando que Guillermo, el mayor de diez hijos que tenía, llevase adelante el mismo tráfico, le dio una educación proporcionada a este fin, con exclusión absoluta de cualesquiera otros conocimientos, que pudieran haberle hecho mirar con disgusto la carrera a que le destinó. Así fue, que apenas había adquirido algunos principios de Latinidad en la escuela pública de Stratford, cuando aún no cumplidos los diecisiete años, le casó con la hija de un rico labrador y comenzó a ocuparle en el gobierno de la casa y en las operaciones de su comercio. Obligado de la necesidad venció Guillermo la repugnancia que tenía a tal profesión; y hubiera continuado en ella si un accidente imprevisto no le hubiese hecho salir de la oscuridad en que estaba, abriéndole el camino a la fortuna y a la gloria.
     Acompañado Shakespeare con otros jóvenes mal educados e inquietos, dio en molestar a un caballero del país llamado Tomás Lucy, entrando en sus bosques y robándole algunos venados. Esta ofensa irritó en extremo el ánimo de aquel caballero, y por más que el joven Guillermo procuró templarle, arrepentido sinceramente de su exceso y ofreciéndole cuantas satisfacciones pidiese, todo fue en vano; el Señor Tomás Lucy era uno de aquellos hombres duros que no conocen el placer de perdonar. Sentido Shakespeare de tal obstinación, quiso vengarse en el modo que podía, escribiendo contra él algunos versos satíricos, los primeros que en su vida compuso; poniendo en ridículo a un hombre iracundo y poderoso, que a este nuevo agravio redobló sus esfuerzos, imploró todo el rigor de las leyes y le persiguió con tal empeño que al fin hubo de ceder como más débil, y no hallando seguridad sino en la fuga, abandonó su patria, y su familia, y se fue a Londres, solo, sin dinero, ni recomendaciones en aquella ciudad, ni arrimo alguno.
     En aquel tiempo no iban los caballeros encerrados en los coches entre cristales y cortinas como hoy sucede; iban a caballo, y a la entrada de los teatros, de las iglesias, de los tribunales, y en otros parajes públicos, había muchos mozos que se encargaban de guardar las caballerías a los que no llevaban consigo criados que se las cuidasen. Tal fue la ocupación de Shakespeare en los primeros meses de su residencia en Londres; se ponía a la puerta de un teatro y servía de mozo de caballos a cuantos le llamaban, para adquirir algunos cuartos con que poder cenar en un bodegón. ¿Quién, al verle en aquel estado oscuro e infeliz, hubiera reconocido en él, el mejor Poeta Dramático de su nación, el que había de excitar la admiración de los sabios, el que había de merecer estatuas y templos?
     La circunstancia de hallarse diariamente a la entrada del teatro, le facilitó el conocimiento de algunos cómicos, que viendo en él mucha viveza y buena disposición, se le hicieron amigos y en breve le determinaron a salir a la escena para desempeñar algunos papeles subalternos; pero no correspondieron los efectos a la esperanza que de él se había concebido. Rara vez la naturaleza prodiga sus dones, y casi nunca permite que un hombre sobresalga en dos facultades distintas; que tal es la limitación del talento humano. Dícese únicamente que Shakespeare desempeñaba muy bien el papel del muerto en la tragedia de Hamlet, elogio que puede considerarse como una prueba de su corta habilidad en la declamación.
     Como quiera que sea, su admisión en el teatro despertó en él una inclinación decidida a la Poesía Dramática; le dio a conocer la mayor parte de las piezas que entonces se representaban, las estudió, más que como actor, como filósofo; examinó el gusto del público, y vio en la práctica por cuales medios la Poesía escénica suspende, conmueve, deleita los ánimos y domina con hechizo maravilloso en las opiniones y los afectos de la multitud.
     Hallábase entonces el teatro inglés en aquel estado de rudeza y barbarie propio de una época tan inmediata a los siglos de ignorancia y ferocidad. La nueva aurora de las letras, que había comenzado a ilustrar a Italia mucho tiempo antes, no había llegado aún a los remotos Britanos, separados del orbe. Las grandes revoluciones que había sufrido aquella nación, el choque obstinado de opiniones y dogmas religiosos que por largo tiempo la agitaron, el establecimiento de una nueva creencia, la necesidad de resistir con la política y las armas a sus enemigos exteriores, mientras en lo interior duraban mal extinguidas las centellas de discordia civil, fueron causas capaces de retardar en aquel país los progresos de la ilustración, y por consiguiente los del teatro.
     Pueden reducirse a tres clases las piezas que entonces se representaban en Inglaterra: Misterios, Moralidades y Farsas. Los Misterios no eran otra cosa que unos dramas donde se ponía en acción los hechos del Viejo y Nuevo Testamento, y aún se conservan en el Museo Británico los que se dice fueron representados en el año de 1600 intitulados: La caída de Luzbel, La Creación del Mundo, El Diluvio, La Adoración de los Reyes, La Degollación de los inocentes, La Cena, La Pasión, El Antechristo, El Juicio final y otros por el mismo gusto. En estas composiciones se veía una mezcla informe de sagrado y profano, en que se anunciaban las verdades de la Religión, entre puerilidades ridículas e indecentes que podrían llamarse escandalosas y sacrílegas; si la buena fe de sus autores y la ignorante sencillez del auditorio no fueran suficiente disculpa de tales desaciertos. En las Moralidades se agitaban cuestiones políticas y dogmáticas, se ridiculizaba la Iglesia Católica y se aplaudía (como es de creer) la nueva reforma. La falta de invención y artificio de tales obras era sin diferencia alguna como en los Misterios, con la única variedad de que en lasMoralidades la fábula y los personajes eran alegóricos: la Virtud, la Superstición, los Cinco sentidos, la Fidelidad, el Valor, las Promesas de Dios, elAmor profano, la Conciencia, la Simonía, tales eran los entes metafísicos que hacían papel en estos dramas extravagantes. Las Farsas,composiciones desatinadas, obscenas, atrevidas, perjudiciales a las buenas costumbres y al honor de muchos particulares que ridiculizaban con escandalosa libertad, eran, no obstante, las que más se acercaban a la Tragedia y la Comedia; por cuanto en ellas, o se trataban hechos históricos, o se pintaban caracteres y costumbres, imitadas, aunque mal, de la vida civil.
     Estas eran las piezas que durante el siglo XVI se representaban en Londres, siendo actores de muchas de ellas los músicos de la Capilla Real, los Coristas de S. Pablo, los Frailes de S. Francisco, y los Curas y Clerecía de las Parroquias; y tal fue el estado en que Shakespeare halló el teatro de su nación a fines del mismo siglo.
     No había recibido en su educación, como ya se ha dicho, una instrucción capaz de conducirle por la carrera que emprendió; y los ejemplos que veía en su patria, lejos de formarle el gusto, podían solo contribuir a corrompérsele.
     Italia era la única nación que en aquel tiempo tuviese piezas dramáticas escritas con arte, habiéndose introducido allí por la imitación de las obras célebres, que nos dejó la antigüedad. En España comenzaba entonces el teatro a deponer su original rudeza. Lope de Vega, contemporáneo de Shakespeare, con más estudio que el Poeta inglés, menos filosofía, igual talento, fácil y abundante vena, en que no tuvo semejante, enriquecía la escena nacional, dando a sus fábulas enredo, viveza, interés y aparato; abriendo el paso a los que le siguieron después, y fijando en el teatro español aquel carácter que le ha distinguido entre los demás de Europa.
     Pero en Inglaterra se ignoraba el mérito respectivo de los italianos y españoles, y por lo que hace al teatro francés, ¿qué podría adelantar ninguno con la lectura de sus dramas groseros e insípidos? Chocquet, Greban, Jodelle, Garnier, Chretien y otros de esta clase, ¿qué podían enseñar a Shakespeare, aun cuando hubiera querido estudiarlos? Así fue, que careciendo de principios y ejemplos, sin otra lectura que la de la Historia nacional, algunas traducciones de autores latinos y algunas novelas; sin más objeto que el de dar a su compañía piezas nuevas, sin otro maestro, ni otros auxilios que los de su extraordinario talento, comenzó a escribir, y apenas se vieron sus obras en el teatro, cuando, a pesar de los muchos defectos de ellas, su interés y el aplauso del público le estimularon a seguir adelante.
     Y ¿cómo era posible que no incurriese en descuidos los más absurdos un escritor que ignoraba absolutamente el arte? Con paz sea dicho de aquella nación que enamorada de las muchas bellezas de este autor, no sufre tal vez en el entusiasmo de su pasión que la crítica imparcial le examine y rebaje mucho de los elogios que a manos llenas le prodigan sus panegiristas.
     Shakespeare no supo componer una buena fábula dramática; obra difícil, por cierto, en que nada se admite inútil, nada repetido, nada inoportuno, donde se exige la más prudente economía en los personajes, en las situaciones, en los ornatos y episodios. Trama urdida sin violencia ni confusión, caracteres imitados con maestría de la naturaleza, costumbres nacionales, sentencia, pureza, elegancia y facilidad en el lenguaje y en el estilo, agitación de afectos, accidentes imprevistos, éxito dudoso, progreso rápido, desenlace pronto y verosímil, un fin moral desempeñado por estos medios; en suma y donde todo aparezca natural, conveniente y fácil; y el arte, que todo lo dirige, no se descubra.
     Léanse sus obras, y en ellas se verán personajes, situaciones, episodios inoportunos e inconexos; el objeto principal confundido entre los accesorios, el progreso de la acción unas veces perezoso y otras atropellado y confuso, incierto el fin de instrucción que se propone, incierto el carácter que quiere exponer a los ojos del espectador, para la imitación o el escarmiento. Errores clásicos de Geografía, Cronología, Historia y costumbres. El lugar de la escena alterado continuamente, sin verosimilitud, ni utilidad, y la unidad de tiempo, ninguna, o pocas veces observada. Desorden confuso en los afectos y estilo de sus personajes, que unas veces abundan en expresiones sublimes, máximas de sabiduría, sostenidas con elegante y robusta dicción, otras hablan un lenguaje hinchado y gongorino, lleno de alusiones violentas, metáforas oscuras, ideas extravagantes, conceptos falsos y pueriles; otras, en medio de las pasiones trágicas, mezclan chocarrerías vulgares y bambochadas ridículas de entremés, excitando así, de un momento en otro, la admiración, el deleite, la risa, el terror, el fastidio y el llanto.
     Esta oposición mal combinada de luces y sombras, no podía menos de destruir el efecto general de sus cuadros, y tal vez conociendo el error, pensó corregirle con otro, no menos culpable. Lo cierto, lo posible, lo ideal, como fuese maravilloso y nuevo, todo era materia digna de su pluma, satisfecho de sorprender los sentidos, ya que no de ilustrar y convencer la razón. A este fin su feroz Melpómene inundó el teatro con sangre, y le llenó de cadáveres en batallas reñidas a este fin, multiplicó los espectáculos horribles de entierros, sepulturas y calaveras; a este fin adulando la estúpida ignorancia del vulgo, hizo salir a la escena Magos y Hechiceras, pintó sus conciliábulos y sus conjuros, dio cuerpo y voz a los genios malos y buenos, haciéndolos girar por los aires, habitar los troncos, o mezclarse invisibles entre los hombres, rompió las puertas del Purgatorio y del Infierno, puso en el teatro las almas indignadas de los difuntos, y resonaron en él sus gemidos tristes.
     Juzgue el que tenga algún conocimiento del arte, si son estos los medios de que un Poeta dramático debe valerse para producir deleite y enseñanza. Las figuras del teatro no han de bajar del cielo, ni han de sacarse del abismo, ni han de inventarse a placer por una fantasía destemplada y ardiente. Toda ficción dramática inverosímil es absurda, lo que no es creíble, ni conmueve ni admira. Si es el teatro la escuela de las costumbres, si en él han de imitarse los vicios y virtudes para enseñanza nuestra, ¿a qué fin llenarle de espectros y fantasmas y entes quiméricos que nadie ha visto, ni puede concebir? Píntese al hombre en todos los estados y situaciones de la vida, háganse patentes los ocultos movimientos de su corazón, el origen y el progreso de sus errores y sus vicios, el término a que le conducen los extravíos de su razón o el desenfreno de sus pasiones; y entonces la fábula, siendo verosímil, será maravillosa, instructiva y bella. Pero Shakespeare, a quien con demasiada ligereza suelen dar algunos el título de Maestro, estaba muy lejos de conocer estas delicadezas del arte, y repitió en sus composiciones el triste ejemplo, de que la más fecunda imaginación es incapaz por sí sola de producir una obra perfecta; si los preceptos que dictaron la observación y el buen gusto, no la moderan y la conducen.
     Si el teatro inglés se halla tan atrasado todavía, a pesar de los buenos ingenios que han cultivado la Poesía escénica en aquella nación, atribúyase al magisterio concedido a Shakespeare y a la supersticiosa ceguedad con que se venera cuanto salió de su pluma. Si en España no hubiese combatido la crítica moderna el ponderado mérito de muchos autores líricos y dramáticos, célebres corruptores del buen gusto en uno y otro género, todavía se ocuparían nuestros Poetas en ajustar acrósticos y enredar laberintos; todavía se llamaría sublimidad y agudeza la oscuridad, la hinchazón, los equívocos, las paranomasias y retruécanos; y todavía saldrían a hacer papel en nuestros teatros la Iglesia Católica, el Rey David, las tres Potencias del alma, la Primavera, el Diablo y el Cordero Pascual.
     Pero dirán, si tales son los dramas de Shakespeare, ¿cómo es que toda una nación, no menos respetable por su cultura, que por su opulencia y su poder, no sólo le admira y le considera superior a cuantos Poetas han enriquecido su teatro; sino que ufana de poseerle, tal vez imagina imposible que nadie le oscurezca ni le compita? No es difícil hallar la solución de este problema si se advierte que en las obras de ingenio, el ingenio es lo más, y que en las dramáticas no hay defecto más intolerable que la frialdad y languidez. Represéntese, por ejemplo, el menos frío de los insípidos diálogos que de algunos años a esta parte se han impreso en España con nombre de Tragedias, y cualquiera de las monstruosas fábulas cómico-heroicas de Candamo, Solís o Calderón; el concurso dormirá profundamente con el primero de estos espectáculos y aplaudirá el segundo. Porque si es cierto que para formar un drama excelente se necesitan un talento superior y un profundo conocimiento del arte, también lo es que, hallando separadas estas dos prendas, el público preferirá con razón el talento criador al arte que nada produce; y una composición ingeniosa, fecunda en accidentes, capaces de conmoverle y deleitarle, a una regularidad narcótica que te empalague y te adormezca. Agrada, pues, Shakespeare y agradará mientras no aparezca otro hombre que dotado de igual sensibilidad y fantasía, de más delicado gusto y mayor instrucción (cosa difícil en verdad, aunque no imposible) dé nueva forma a aquel teatro, verificando en Inglaterra, la revolución feliz que hizo en Francia el inmortal Corneille.
     Pero sin las luces de la buena crítica, las artes no se perfeccionan, y es mal medio de procurar el acierto en ninguna de ellas, proponer a la juventud por modelos de imitación, producciones desarregladas en que, no sin razón, se duda si el número de las bellezas iguala o excede al de los defectos. Tales obras, aunque contengan pedazos excelentes, servirán sólo de perpetuar la corrupción del gusto; y si llega a admitirse la máxima de que el ingenio no debe sujetarse a los preceptos científicos, y que no es lícito examinar a aquellos grandes hombres, discípulos de la naturaleza, fecundos e incultos como el original que imitaron, no hay medio, esta opinión acreditada una vez, será la ruina de las artes.
     No es, pues, el gran Shakespeare el ejemplar que ha de proponerse a quien siga la carrera del teatro; cualquier elogio, cualquier título que le quieran dar podrá convenirle, pero el de Maestro no. El talento no se aprende; se adquiere sólo el modo de usar el talento, y no es apto para enseñar a los demás el que sobresalió únicamente en aquello que no se puede aprender.
     Si esto se concede, si se le considera como un autor, falto de principios, de modelos que imitar, de competidores que vencer, obligado a escribir por necesidad más que por elección, arrastrado del mal ejemplo de su siglo, y destinado a dar espectáculos a un pueblo grosero e ignorante, a quien quiso agradar, más que instruir; admírense, en buen hora, aquellos felices rasgos del ingenio que brillan entre la barbarie, la indecencia, la extravagancia y ferocidad de sus dramas. Su genio observador, su entendimiento despejado y robusto, su exquisita sensibilidad, su fantasía fecundísima, llenaron de bellezas plausibles aquellas mismas obras en que tantos errores abundan; bellezas originales, porque él de nadie imitó; bellezas de todos géneros, porque a todos se atrevió con igual osadía; bellezas, en fin, que han podido asegurar su gloria, por espacio de dos siglos, en el concepto de toda una nación.
     Él supo evitar mucha parte de los defectos que halló en el teatro inglés, abriendo una senda hasta entonces no practicada, o poco seguida. Conoció cuán difícilmente pueden sostenerse en la escena las fábulas alegóricas, advirtió que los misterios de la religión no debían profanarse a los ojos del público, por medio de ficciones no menos ridículas que incapaces de añadir pruebas a la fe, cuya esencia consiste en persuadirnos de aquellas verdades sublimes, que ni los sentidos ni la razón alcanzan. Abandonó uno y otro género, y eligió el único que era capaz de perfección no ignorando que en la pintura de los caracteres y defectos humanos, ingeniosamente dispuesta, se hallaría instrucción más útil que cuanta podía esperarse de las cuestiones dogmáticas de los Misterios, ni del caos metafísico de las Moralidades. La ambición del mando, los horrores de la tiranía, el entusiasmo de libertad, la lisonja infame compañera del poder, la ingratitud, el orgullo, la ternura filial, la fe conyugal, la pasión terrible de los celos, la virtud infeliz, las discordias civiles, el trastorno de los grandes imperios, los castigos de la Providencia; todo en su pluma recibió forma y vida. Cuando acierta en la pintura de un carácter, se reconoce la robusta mano de aquel artífice que no nació para imitar, cuando acierta con una situación patética, no hiere levemente los ánimos de la multitud; la suspende, la enajena, conturba el corazón, inunda los ojos en lágrimas. Trató muchas veces los puntos más delicados de política y moral con grande inteligencia, dando lecciones a los hombres en el teatro, que no las oyeran más útiles en la Academia o en el Pórtico. Llenó sus dramas de interés, movimiento, variedad y pompa, vertiendo en ellos todas las gracias del lenguaje, versificación y estilo; y aun cuando apartándose de la verdadera elegancia, degenera en afectado y gigantesco, aquellas mismas sutilezas, aquel tono enfático, dan un no sé qué de brillante y sublime a la locución, que aunque repugne a los inteligentes, halaga los oídos del vulgo, que siente y no examina. Estas obras, representadas a los ojos de una nación, en que la crítica aplicada al teatro no ha hecho hasta ahora los mayores progresos, para quien todo lo natural es bello, todo lo enérgico y extraordinario, sublime y admirable, reflexiva, melancólica, libre (o persuadida de que lo es) llena de patriotismo que toca en orgullo, de energía que es rudeza tal vez, producen efectos maravillosos; allí triunfa todavía Shakespeare, y allí es necesario juzgarle.
     Pero si aún es tan grande el entusiasmo con que se admiran sus obras, ¿cuál sería el que debieron excitar cuando por la primera vez se vieron en los teatros de Inglaterra? La corte y el público, haciendo justicia al mérito superior que en ellas encontraban, olvidaron las antiguas, y de allí en adelante nada sufrían que no imitase el carácter original del nuevo autor. Aclamado, pues, entre los suyos por padre de la escena inglesa y el mayor Poeta de su siglo, ¿qué estímulos no sentiría para dedicarse a merecer y asegurarse en el concepto universal dictados tan gloriosos, por más de veinte años que permaneció en el teatro, ya como actor, ya como interesado en el gobierno y utilidades de su Compañía? Las piezas cómicas o trágicas de este escritor, que hoy existen y se reconocen por suyas, llegan a treinta y dos, con otras diez más que se le atribuyen, acerca de las cuales son varias las opiniones de los eruditos; se cree también que hubiese compuesto otras, y que en las de algunos Poetas de su tiempo, especialmente en las de Johnson, hay muchas escenas y planes suyos.
     La Reina Isabel, aquella gran Princesa cuyo nombre no se repite en los fastos de su nación sin agradecimiento y elogio, tal vez alivió los cuidados del gobierno, asistiendo a la representación de las obras de Shakespeare, que oía con singular deleite, colmando al autor de honores y recompensas. Los Señores de la corte imitaron la beneficencia de aquella Soberana, y entre ellos el Lord Pembroke, el célebre y desdichado Conde de Essex, el de Montgomeri, y el de Southampton fueron los que más se distinguieron en favorecerle, y no cesó con la muerte de Isabel la fortuna de Shakespeare; Jacobo I le miró siempre con aquella predilección a que le habían hecho acreedor, no menos sus virtudes, que su talento.
     Pero apenas había cumplido los 47 años de su edad, cuando superior a toda idea de ambición, sordo al favor de tan ilustres protectores, modesto en medio de tantos aplausos, y deseoso únicamente de gozar aquel reposo, aquella paz del corazón, recompensa de las almas justas, por la que había suspirado largo tiempo, se retiró a su patria para vivir en ella el resto de sus días, oscuro y feliz. Cómoda habitación, parca mesa, jardín sombrío, pocos amigos, pero dignos de él, pocos y doctos libros; estos fueron los placeres que halló, y los únicos capaces de procurarle verdadero contento. Allí manifestó aquella simplicidad de costumbres que había sabido conservar entre la relajación del teatro y los peligros de una capital inmensa; y allí, huyendo de su gloria, vivió retirado, tranquilo, amado de cuantos le conocieron practicó en silencio la virtud, cultivó sus campos y aprendió a familiarizarse con las ideas de la muerte, sin desearla ni temerla. Falleció el día 23 de Abril de 1616, y fue enterrado en la Iglesia mayor de Stratford, donde hoy se conserva su sepulcro.
     Siete años después de su muerte se publicó la primera colección de sus obras, que han sido impresas en diferentes épocas. Rowe, Pope, Warburton y Theobald, Hanmer, Jonhson, Sewell Grey, Malone y otros eruditos las han ilustrado con prólogos, notas y comentos, dando de ellas magníficas ediciones, que diariamente se multiplican. La pintura ha formado en Londres una copiosa galería de cuadros, representando en ellos las principales situaciones de sus dramas, que el grabado ha repetido en exquisitas láminas. La escultura ha esparcido su retrato por toda Inglaterra en estatuas y bustos. Garrik le consagró un templo a orillas del Támesis. En las del Avon, que baña los muros de Stratford, se celebra su memoria con himnos y fiestas; y en la Iglesia de Westminster, donde reposan las cenizas de los Monarcas, de los Héroes y los Sabios de aquella nación, Shakespeare tiene entre ellos digno monumento.

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