ODISEO CUENTA SUS AVENTURAS Fragmento 1 de 3 de la Odisea para BD4A, BJ4A, BL4A, BM4, PG5
ODISEO
CUENTA SUS AVENTURAS:
Y le
contestó y dijo el muy astuto Odiseo:
«Poderoso
Alcínoo, el más noble de todo tu pueblo, en verdad es agradable escuchar al
aedo, tal como es, semejante a los dioses en su voz. No creo yo que haya un
cumplimiento más delicioso que cuando el bienestar perdura en todo el pueblo y
los convidados escuchan a lo largo del palacio al aedo sentados en orden, y
junto a ellos hay mesas cargadas de pan y carne y un escanciador trae y lleva
vino que ha sacado de las cráteras y lo escancia en las copas. Esto me parece
lo más bello.
«Tu ánimo
se ha decidido a preguntar mis penalidades a fin de que me lamente todavía más
en mi dolor. Porque, ¿qué voy a narrarte lo primero y qué en último lugar?,
pues son innumerables los dolores que los dioses, los hijos de Urano, me han
proporcionado. Conque lo primero qué voy a decir es mi nombre para que lo
conozcáis y para que yo después de escapar del día cruel continúe manteniendo
con vosotros relaciones de hospitalidad, aunque el palacio en que habito esté
lejos.
«Soy
Odiseo, el hijo de Laertes, el que está en boca de todos los hombres por toda
clase de trampas, y mi fama llega hasta el cielo. Habito en Ítaca, hermosa al
atardecer. Hay en ella un monte, el Nérito de agitado follaje, muy
sobresaliente, y a su alrededor hay muchas islas habitadas cercanas unas de
otras, Duliquio y Same, y la poblada de bosques Zante. Ítaca se recuesta sobre
el mar con poca altura, la más remota hacia el Occidente, y las otras están más
lejos hacia Eos y Helios. Es áspera, pero buena criadora de mozos.
«Yo en
verdad no soy capaz de ver cosa alguna más dulce que la tierra de uno. Y eso
que me retuvo Calipso, divina entre las diosas, en profunda cueva deseando que
fuera su esposo, e igualmente me retuvo en su palacio Circe, la hija de Eeo, la
engañosa, deseando que fuera su esposo.
«Pero no persuadió
a mi ánimo dentro de mi pecho, que no hay nada más dulce que la tierra de uno y
de sus padres, por muy rica que sea la casa donde uno habita en tierra
extranjera y lejos de los suyos.
«Y ahora
os voy a narrar mi atormentado regreso, el que Zeus me ha dado al venir de
Troya. El
viento que me traía de Ilión me empujó hacia los Cicones, hacia Ismaro. Allí
asolé la ciudad, a sus habitantes los pasé a cuchillo, tomamos de la ciudad a
las esposas y abundante botín y lo repartimos de manera que nadie se me fuera
sin su parte correspondiente. Entonces ordené a los míos que huyeran con
rápidos pies, pero ellos, los muy estúpidos, no me hicieron caso. Así que
bebieron mucho vino y degollaron muchas ovejas junto a la ribera y
cuernitorcidos bueyes de rotátiles patas.
«Entre
tanto, los Cicones, que se habían marchado, lanzaron sus gritos de ayuda a
otros Cicones que, vecinos suyos, eran a la vez más numerosos y mejores, los
que habitaban tierra adentro, bien entrenados en luchar con hombres desde el
carro y a pie, donde sea preciso. Y enseguida llegaron tan numerosos como nacen
en primavera las hojas y las flores, veloces.
«Entonces
la funesta Aisa de Zeus se colocó junto a nosotros, de maldito destino, para
que sufriéramos dolores en abundancia; lucharon pie a sierra junto a las
veloces naves, y se herían unos a otros con sus lanzas de bronce. Mientras Eos
duró y crecía el sagrado día, los aguantamos rechazándoles aunque eran más
numerosos. Pero cuando Helios se dirigió al momento de desuncir los bueyes, los
Cicones nos hicieron retroceder venciendo a los aqueos y sucumbieron seis
compañeros de buenas grebas de cada nave. Los demás escapamos de la muerte y de
nuestro destino, y desde allí proseguimos navegando hacia adelante con el
corazón apesadumbrado, escapando gustosos de la muerte aunque habíamos perdido
a los compañeros. Pero no prosiguieron mis curvadas naves, que cada uno
llamamos por tres veces a nuestros desdichados compañeros, los que habían
muerto en la llanura a manos de los Cicones. «Entonces el que reúne las nubes,
Zeus; levantó el viento Bóreas junto con una inmensa tempestad, y con las nubes
ocultó la tierra y a la vez el ponto. Y la noche surgió del cielo.
Las naves eran
arrastradas transversalmente y el ímpetu del viento rasgó sus velas en tres y
cuatro trozos. Las colocamos sobre cubierta por terror a la muerte, y haciendo
grandes esfuerzos nos dirigimos a remo hacia tierra.
«Allí estuvimos dos
noches y dos días completos, consumiendo nuestro ánimo por el cansancio y el
dolor. «Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer día, levantamos
los mástiles, extendimos las blancas velas y nos sentamos en las naves, y el
viento y los pilotos las conducían. En ese momento habría llegado ileso a mi
tierra patria, pero el oleaje, la corriente y Bóreas me apartaron al doblar las
Maleas y me hicieron vagar lejos de Citera.
Así que desde allí
fuimos arrastrados por fuertes vientos durante nueve días sobre el ponto
abundante en peces, y al décimo arribamos a la tierra de los Lotófagos, los que
comen flores de alimento. Descendimos a tierra, hicimos provisión de agua y al
punto mis compañeros tomaron su comida junto a las veloces naves. Cuando nos
habíamos hartado de comida y bebida, yo envié delante a unos compañeros para
que fueran a indagar qué clase de hombres, de los que se alimentan de trigo,
había en esa región; escogí a dos, y como tercer hombre les envié a un heraldo.
Y marcharon enseguida y se encontraron con los Lotófagos. Éstos no decidieron
matar a nuestros compañeros, sino que les dieron a comer loto, y el que de
ellos comía el dulce fruto del loto ya no quería volver a informarnos ni
regresar, sino que preferían quedarse allí con los Lotófagos, arrancando loto,
y olvidándose del regreso. Pero yo los conduje a la fuerza, aunque lloraban, y
en las cóncavas naves los arrastré y até bajo los bancos. Después ordené a mis
demás leales compañeros que se apresuraran a embarcar en las rápidas naves, no
fuera que alguno comiera del loto y se olvidara del regreso. Y rápidamente
embarcaron y se sentaron sobre los bancos, y, sentados en fila, batían el
canoso mar con los remos. «Desde allí proseguimos navegando con el corazón
acongojado, y llegamos a la tierra de 1os Cíclopes, los soberbios, los sin ley;
los que, obedientes a los inmortales, no plantan con sus manos frutos ni labran
la tierra, sino que todo les nace sin sembrar y sin arar: trigo y cebada y
viñas que producen vino de gordos racimos; la lluvia de Zeus se los hace
crecer. No tienen ni ágoras donde se emite consejo ni leyes; habitan las cumbres
de elevadas montañas en profundas cuevas y cada uno es legislador de sus hijos
y esposas, y no se preocupan unos de otros. «Más allá del puerto se extiende
una isla llana, no cerca ni lejos de la tierra de los Cíclopes, llena de
bosques. En ella se crían innumerables cabras salvajes, pues no pasan por allí
hombres que se lo impidan ni las persiguen los cazadores, los que sufren
dificultades en el bosque persiguiendo las crestas de los montes. La isla
tampoco está ocupada por ganados ni sembrados, sino que, no sembrada ni arada,
carece de cultivadores todo el año y alimenta a las baladoras cabras. No
disponen los Cíclopes de naves de rojas proas, ni hay allí armadores que
pudieran trabajar en construir bien entabladas naves; éstas tendrían como término
cada una de las ciudades de mortales a las que suelen llegar los hombres
atravesando con sus naves el mar, unos en busca de otros, y los Cíclopes se
habrían hecho una isla bien fundada. Pues no es mala y produciría todos los
frutos estacionales; tiene prados junto a las riberas del canoso mar húmedo y
blando.
Las viñas sobre todo
producirían constantemente, y las tierras de pan llevar son llanas. Recogerían
siempre las profundas mieses en su tiempo oportuno, ya que el subsuelo es
fértil. También hay en ella un puerto fácil para atracar, donde no hay
necesidad de cable ni de arrojar las anclas ni de atar las amarras. Se puede
permanecer allí, una vez arribados, hasta el día en que el ánimo de los
marineros les impulse y soplen los vientos. «En la parte alta del puerto corre
un agua resplandeciente, una fuente que surge de la profundidad de una cueva, y
en torno crecen álamos. Hacia allí navegamos y un demón nos conducía a través
de la oscura noche. No teníamos luz para verlo, pues la bruma era espesa en
torno a las naves y Selene no irradiaba su luz desde el cielo y era retenida
por las nubes; así que nadie vio la isla con sus ojos ni vimos las enormes olas
que rodaban hacia tierra hasta que arrastramos las naves de buenos bancos. Una
vez arrastradas, recogimos todas las velas y descendimos sobre la orilla del mar
y esperamos a la divina Eos durmiendo allí. «Y cuando se mostró Eos, la que
nace de la mañana, la de dedos de rosa, deambulamos llenos de admiración por la
isla.
«Entonces las ninfas,
las hijas de Zeus, portador de égida, agitaron a las cabras
Montafaces para que
comieran mis compañeros. Así que enseguida sacamos de las naves los curvados
arcos y las lanzas de largas puntas, y ordenados en tres grupos comenzamos a
disparar, y pronto un dios nos proporcionó abundante caza. Me seguían doce
naves, y a cada una de ellas tocaron en suerte nueve cabras, y para mí solo
tomé diez. Así estuvimos todo el día hasta el sumergirse de Helios, comiendo
innumerables trozos de carne y dulce vino; que todavía no se había agotado en
las naves el dulce vino, sino que aún quedaba, pues cada uno había guardado
mucho en las ánforas cuando tomamos la sagrada ciudad de los Cicones. «Echamos
un vistazo a la tierra de los Cíclopes que estaban cerca y vimos el humo de sus
fogatas y escuchamos el vagido de sus ovejas y cabras. Y cuando Helios se
sumergió y sobrevino la oscuridad, nos echamos a dormir sobre la ribera del
mar.
«Cuando se mostró
Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, convoqué asamblea y les
dije a todos: «"Quedaos ahora los demás, mis fieles compañeros, que yo con
mi nave y los que me acompañan voy a llegarme a esos hombres para saber quiénes
son, si soberbios, salvajes y carentes de justicia o amigos de los forasteros y
con sentimientos de piedad para con los dioses." «Así dije, y me embarqué
y ordené a mis compañeros que embarcaran también ellos y soltaran amarras.
Embarcaron éstos sin tardanza y se sentaron en los bancos, y sentados batían el
canoso mar con los remos. Y cuando llegamos a un lugar cercano, vimos una cueva
cerca del mar, elevada, techada de laurel. Allí pasaba la noche abundante
ganado -ovejas y cabras-, y alrededor había una alta cerca construida con
piedras hundidas en tierra y con enormes pinos y encinas de elevada copa. Allí
habitaba un hombre monstruoso que apacentaba sus rebaños, solo, apartado, y no
frecuentaba a los demás, sino que vivía alejado y tenía pensamientos impíos.
Era un monstruo digno de admiración: no se parecía a un hombre, a uno que come
trigo, sino a una cima cubierta de bosque de las elevadas montañas que aparece
sola, destacada de las otras. Entonces ordené al resto de mis fieles compañeros
que se quedaran allí junto a la nave y que la botaran.
«Yo escogí a mis doce
mejores compañeros y me puse en camino. Llevaba un pellejo de cabra con negro,
agradable vino que me había dado Marón, el hijo de Evento, e1 sacerdote de
Apolo protector de Ismaro, porque lo había yo salvado junto con su hijo y
esposa respetando su techo. Habitaba en el bosque arbolado de Febo Apolo y me
había donado regalos excelentes: me dio siete talentos de oro bien trabajados y
una crátera toda de plata, y, además vino en doce ánforas que llenó, vino
agradable, no mezclado, bebida divina. Ninguna de las esclavas ni de los
esclavos de palacio conocían su existencia, sino sólo él y su esposa y
solamente la despensera. Siempre que bebían el rojo, agradable vino llenaba una
copa y vertía veinte medidas de agua, y desde la crátera se esparcía un olor
delicioso, admirable; en ese momento no era agradable alejarse de allí. De este
vino me llevé un gran pellejo lleno y también provisiones en un saco de cuero,
porque mi noble ánimo barruntó que marchaba en busca de un hombre dotado de
gran fuerza, salvaje, desconocedor de la justicia y de las leyes.
«Llegamos enseguida a
su cueva y no lo encontramos dentro, sino que guardaba sus gordos rebaños en el
pasto. Conque entramos en la cueva y echamos un vistazo a cada cosa: los
canastos se inclinaban bajo el peso de los quesos, y los establos estaban
llenos de corderos y cabritillos. Todos estaban cerrados por separado: a un
lado los lechales, a otro los medianos y a otro los recentales. «Y todos los
recipientes rebosaban de suero --colodras y jarros bien construidos, con los
que ordeñaba. «Entonces mis compañeros me rogaron que nos apoderásemos primero
de los quesos y regresáramos, y que sacáramos luego de los establos cabritillos
y corderos y, conduciéndolos a la rápida nave, diéramos velar sobre el agua
salada. Pero yo no les hice caso -aunque hubiera sido más ventajoso-, para
poder ver al monstruo y por si me daba los dones de hospitalidad. Pero su
aparición no iba a ser deseable para mis compañeros. «Así que, encendiendo una
fogata, hicimos un sacrificio, repartimos quesos, los comimos y aguardamos
sentados dentro de la cueva hasta que llegó conduciendo el rebaño. Traía el
Cíclope una pesada carga de leña seca para su comida y la tiró dentro con gran
ruido. Nosotros nos arrojamos atemorizados al fondo de la cueva, y él a
continuación introdujo sus gordos rebaños, todos cuantos solía ordeñar, y a los
machos -a los carneros y cabrones- los dejó a la puerta, fuera del profundo
establo. Después levantó una gran roca y la colocó arriba, tan pesada que no la
habrían levantado del suelo ni veintidós buenos carros de cuatro ruedas: ¡tan
enorme piedra colocó sobre la puerta! Sentose luego a ordeñar las ovejas y las
baladoras cabras, cada una en su momento, y debajo de cada una colocó un
recental. Enseguida puso a cuajar la mitad de la blanca leche en cestas bien
entretejidas y la otra mitad la colocó en cubos, para beber cuando comiera y le
sirviera de adición al banquete.
Cuando hubo realizado
todo su trabajo prendió fuego, y al vernos nos preguntó:
«"Forasteros,
¿quiénes sois? ¿De dónde venís navegando los húmedos senderos?
¿Andáis errantes por
algún asunto, o sin rumbo como los piratas por la mar, los que andan a la
aventura exponiendo sus vidas y llevando la destrucción a los de otras
tierras?”. «Así habló, y nuestro corazón se estremeció por miedo a su voz
insoportable y a él mismo, al gigante. Pero le contesté con mi palabra y le
dije:
«Somos aqueos y hemos
venido errantes desde Troya, zarandeados por toda clase de vientos sobre el
gran abismo del mar, desviados por otro rumbo, por otros caminos, aunque nos
dirigimos de vuelta a casa. Así quiso Zeus proyectarlo. Nos preciamos de
pertenecer al ejército del Atrida Agamenón, cuya fama es la más grande bajo el
cielo: ¡tan gran ciudad ha devastado y tantos hombres ha hecho sucumbir! Conque
hemos dado contigo y nos hemos llegado a tus rodillas por si nos ofreces
hospitalidad y nos das un regalo, como es costumbre entre los huéspedes. Ten
respeto, excelente, a los dioses; somos tus suplicantes y Zeus es el vengador
de los suplicantes y de los huéspedes, Zeus
Hospitalario, quien
acompaña a los huéspedes, a quienes se debe respeto." «Así hablé, y él me
contestó con corazón cruel: «"Eres estúpido, forastero, o vienes de lejos,
tú que me ordenas temer o respetar a los dioses, pues los Ciclopes no se cuidan
de Zeus, portador de égida, ni de los dioses felices.
Pues somos mucho más
fuertes. No te perdonaría ni a ti ni a tus compañeros, si el ánimo no me lo
ordenara, por evitar la enemistad de Zeus. «"Pero dime dónde has detenido
tu bien fabricada nave al venir, si al final de la playa o aquí cerca, para que
lo sepa." «Así habló para probarme, y a mí, que sé mucho, no me pasó esto
desapercibido. Así que me dirigí a él con palabras engañosas:
«"La nave me la
ha destrozado Poseidón, el que conmueve la tierra; la ha lanzado contra los
escollos en los confines de vuestro país, conduciéndola hasta un promontorio, y
el viento la arrastró del ponto. Por ello he escapado junto con éstos de la
dolorosa muerte." «Así hablé, y él no me contestó nada con corazón cruel,
mas lanzóse y echó mano a mis compañeros. Agarró a dos a la vez y los golpeó
contra el suelo como a cachorrillos, y sus sesos se a esparcieron por el suelo
empapando la tierra. Cortó en trozos sus miembros, se los preparó como cena y
se los comió, como un león montaraz, sin dejar ni sus entrañas ni sus carnes ni
sus huesos llenos de meollo. «Nosotros elevamos llorando nuestras manos a Zeus,
pues veíamos acciones malvadas, y la desesperación se apoderó de nuestro ánimo.
«Cuando el Cíclope había llenado su enorme vientre de carne humana y leche no
mezclada, se tumbó dentro de la cueva, tendiéndose entre los rebaños. Entonces
yo tomé la decisión en mi magnánimo corazón de acercarme a éste, sacar la aguda
espada de junto a mi muslo y atravesarle el pecho por donde el diafragma
contiene el hígado y la tenté con mi mano. Pero me contuvo otra decisión, pues
allí hubiéramos perecido también nosotros con muerte cruel: no habríamos sido
capaces de retirar de la elevada entrada la piedra que había colocado. Así que
llorando esperamos a Eos divina. Y cuando se mostró Eos, la que nace de la
mañana, la de dedos de rosa, se puso a encender fuego y a ordeñar a sus
insignes rebaños, todo por orden, y bajo cada una colocó un recental. Luego que
hubo realizado sus trabajos, agarró a dos compañeros a la vez y se los preparó
como desayuno. Y cuando había desayunado, condujo fuera de la cueva a sus
gordos rebaños retirando con facilidad la gran piedra de la entrada. Y la
volvió a poner como si colocara la tapa a una aljaba. Y mientras el Cíclope
encaminaba con gran estrépito sus rebaños hacia el monte, yo me quedé meditando
males en lo profundo de mi pecho: ¡si pudiera vengarme y Atenea me concediera
esto que la suplico...! «Y ésta fue la decisión que me pareció mejor. Junto al
establo yacía la enorme clava del
Ciclope, verde, de
olivo; la había cortado para llevarla cuando estuviera seca. Al mirarla la
comparábamos con el mástil de una negra nave de veinte bancos de remeros, de
una nave de transporte amplia, de las que recorren el negro abismo: así era su
longitud, así era su anchura al mirarla. Me acerqué y corté de ella como una
braza, la coloqué junto a mis compañeros y les ordené que la afilaran. Éstos la
alisaron y luego me acerqué yo, le agucé el extremo y después la puse al fuego
para endurecerla. La coloqué bien cubriéndola bajo el estiércol que estaba
extendido en abundancia por la cueva. Después ordené que sortearan quién se
atrevería a levantar la estaca conmigo y a retorcerla en su ojo cuando le
llegara el dulce sueño, y eligieron entre ellos a cuatro, a los que yo mismo
habría deseado escoger. Y yo me conté entre ellos como quinto.
Llegó el Cíclope por
la tarde conduciendo sus ganados de hermosos vellones e introdujo en la amplia
cueva a sus gordos rebaños, a todos, y no dejó nada fuera del profundo establo,
ya porque sospechara algo o porque un dios así se lo aconsejó. Después colocó
la gran piedra que hacía de puerta, levantándola muy alta, y se sentó a ordeñar
las ovejas y las baladoras cabras, todas por orden, y bajo cada una colocó un
recental. Luego que hubo realizado sus trabajos agarró a dos compañeros a La
vez y se los preparó como cena. Entonces me acerqué y le dije al Cíclope
sosteniendo entre mis manos una copa de negro vino:
«"¡Aquí,
Cíclope! Bebe vino después que has comido carne humana, para que veas qué
bebida escondía nuestra nave. Te lo he traído como libación, por si te compadescas
de mí y me enviabas a casa, pues estás enfurecido de forma ya intolerable.
¡Cruel¡, ¿cómo va a llegarse a ti en adelante ninguno de los numerosos hombres?
Pues no has obrado como lo corresponde." «Así hablé, y él la tomó, bebió y
gozó terriblemente bebiendo la dulce bebida. Y me pidió por segunda vez:
«"Dame más de buen grado y dime ahora ya tu nombre para que te ofrezca el
don de hospitalidad con el que te vas a alegrar. Pues también la donadora de
vida, la Tierra, produce para los Cíclopes vino de grandes uvas y la lluvia de
Zeus se las hace crecer.
Pero esto es una
catarata de ambrosia y néctar." «Así habló, y yo le ofrecí de nuevo rojo
vino. Tres veces se lo llevé y tres veces bebió sin medida. Después, cuando el
rojo vino había invadido la mente del Cíclope, me dirigí a él con dulces
palabras:
«"Cíclope, ¿me
preguntas mi célebre nombre? Te to voy a decir, mas dame tú el don de
hospitalidad como me has prometido. Nadie es mi nombre, y Nadie me llaman mi
madre y mi padre y todos mis compañeros." «Así hablé, y él me contestó con
corazón cruel: «"A Nadie me lo comeré el último entre sus compañeros, y a
los otros antes. Este será tu don de hospitalidad." «Dijo, y reclinándose
cayó boca arriba. Estaba tumbadó con su robusto cuello inclinado a un lado, y
de su garganta saltaba vino y trozos de carne humana; eructaba cargado de vino.
«Entonces arrimé la estaca bajo el abundante rescoldo para que se calentara y
comencé a animar con mi palabra a todos los compañeros, no fuera que alguien se
me escapara por miedo. Y cuando en breve la estaca estaba a punto de arder en
el fuego, verde como estaba, y resplandecía terriblemente, me acerqué y la
saqué del fuego, y mis compañeros me rodearon, pues sin duda un demón les
infundiá gran valor. Tomaron la aguda estaca de olivo y se la clavaron arriba
en el ojo, y yo hacía fuerza desde arriba y le daba vueltas.
Como cuando un hombre
taladra con un trépano la madera destinada a un navío -otros abajo la atan a
ambos lados con una correa y la madera gira continua, incesantemente-, así
hacíamos dar vueltas, bien asida, a la estaca de punta de fuego en el ojo del
Cíclope, y la sangre corría por la estaca caliente. Al arder la pupila, el
soplo del fuego le quemó todos los párpados, y las cejas y las raíces
crepitaban por el fuego. Como cuando un herrero sumerge una gran hacha o una
garlopa en agua fría para templarla y ésta estride grandemente -pues éste es el
poder del hierro-, así estridía su ojo en torno a la estaca de olivo. Y lanzó
un gemido grande, horroroso, y la piedra retumbó en torno, y nosotros nos
echamos a huir aterrorizados.
«Entonces se extrajo
del ojo la estaca empapada en sangre y, enloquecido, la arrojó de sí con las
manos. Y al punto se puso a llamar a grandes voces a los Cíclopes que habitaban
en derredor suyo, en cuevas por las ventiscosas cumbres. Al oír éstos sus
gritos, venían cada uno de un sitio y se colocaron alrededor de su cueva y le
preguntaron qué le afligía: «"¿Qué cosa tan grande sufres, Polifemo, para gritar
de esa manera en la noche inmortal y hacernos abandonar el sueño? ¿Es que
alguno de los mortales se lleva tus rebaños contra tu voluntad o te está
matando alguien con engaño o con sus fuerzas?" «Y les contestó desde la
cueva el poderoso Polifemo:
«"Amigos, Nadie
me mata con engaño y no con sus propias fuerzas." «Y ellos le contestaron
y le dijeron aladas palabras: «"Pues si nadie te ataca y estás solo... es
imposible escapar de la enfermedad del gran Zeus, pero al menos suplica a tu
padre Poseidón, al soberano." «Así dijeron, y se marcharon. Y mi corazón
rompió a reír: ¡cómo los había engañado mi nombre y mi inteligencia
irreprochable! «El Cíclope gemía y se retorcía de dolor, y palpando con las
manos retiró la piedra de la entrada. Y se sentó a la puerta, las manos
extendidas, por si pillaba a alguien saliendo afuera entre las ovejas. ¡Tan
estúpido pensaba en su mente que era yo! Entonces me puse
a deliberar cómo
saldrían mejor las cosas -¡si encontrará el medio de liberar a mis compañeros y
a mí mismo de la muerte..! Y me puse a entretejer toda clase de engaños y
planes, ya que se trataba de mi propia vida . Pues un gran mal estaba cercano.
Y me pareció la mejor ésta decisión: los carneros estaban bien alimentados, con
densos vellones, hermosos y grandes, y tenían una lana color violeta. Conque
los até en silencio, juntándolos de tres en tres, con mimbres bien trenzadas
sobre las que dormía el Cíclope, el monstruo de pensamientos impíos; el carnero
del medio llevaba a un hombre, y los otros dos marchaban a cada lado, salvando
a mis compañeros. Tres carneros llevaban a cada hombre. »Entonces yo... había
un carnero; el mejor con mucho de todo su rebaño. Me apoderé de éste por el
lomo y me coloqué bajo su velludo vientre hecho un ovillo, y me mantenía con
ánimo paciente agarrado con mis manos a su divino vellón. Así aguardamos
gimiendo a Eos divina, y cuando se mostró la que nace de la mañana, la de dedos
de rosa, sacó a pastar a los machos de su ganado. Y las hembras balaban por los
corrales sin ordeñar, pues sus ubres rebosaban. Su dueño, abatido por funestos
dolores, tentaba el lomo de todos sus carneros, que se mantenían rectos. El
inocente no se daba cuenta de que mis compañeros estaban sujetos bajo el pecho
de las lanudas ovejas. El último del rebaño en salir fue el carnero cargado con
su lana y conmigo, que pensaba muchas cosas.
El poderoso Polifemo
lo palpó y se dirigió a él: «"Carnero amigo, ¿por qué me sales de la cueva
el último del rebaño? Antes jamás marchabas detrás de las ovejas, sino que, a
grandes pasos, llegabas el primero a pastar las tiernas flores del prado y
llegabas el primero a las corrientes de los ríos y el primero deseabas llegar
al establo por la tarde. Ahora en cambio, eres el último de todos. Sin duda
echas de menos el ojo de tu soberano, el que me ha cegado un hombre villano con
la ayuda de sus miserables compañeros, sujetando mi mente con vino, Nadie,
quien todavía no ha escapado --te lo aseguro- de la muerte. ¡Ojalá tuvieras
sentimientos iguales a los míos y estuvieras dotado de voz para decirme dónde
se ha escondido aquél de mi furia! Entonces sus sesos, cada uno por un lado,
reventarían contra el suelo por la cueva, herido de muerte, y mi corazón se
repondría de los males que me ha causado el vil Nadie." «Así diciendo
alejó de sí al carnero. Y cuando llegamos un poco lejos de la cueva y del
corral, yo me desaté el primero de debajo del carnero y liberé a mis
compañeros.
Entonces hicimos
volver rápidamente al ganado de finas patas, gordo por la grasa, abundante
ganado, y lo condujimos hasta llegar a la nave. «Nuestros compañeros dieron la
bienvenida a los que habíamos escapado de la muerte, y a los otros los lloraron
entre gemidos. Pero yo no permití que lloraran, haciéndoles señas negativas con
mis cejas, antes bien, les di órdenes de embarcar al abundante ganado de
hermosos vellones y de navegar el salino mar.
«Embarcáronlo
enseguida y se sentaron sobre los bancos, y, sentados, batían el canoso mar con
los remos.
«Conque cuando estaba
tan lejos como para hacerme oír si gritaba, me dirigí al Cíclope con mordaces
palabras: «"Cíclope, no estaba privado de fuerza el hombre cuyos
compañeros ibas a comerte en la cóncava cueva con tu poderosa fuerza. Con razón
te tenían que salir al encuentro tus malvadas acciones, cruel, pues no tuviste miedo
de comerte a tus huéspedes en tu propia casa. Por ello te han castigado Zeus y
los demás dioses." «Así hablé, y él se irritó más en su corazón. Arrancó
la cresta de un gran monte, nos la arrojó y dio detrás de la nave de azuloscura
proa, tan cerca que faltó poco para que alcanzara lo alto del timón. El mar se
levantó por la caída de la piedra, y el oleaje arrastró en su reflujo, la nave
hacia el litoral y la impulsó hacia tierra. Entonces tomé con mis manos un
largo botador y la empujé hacia fuera, y di órdenes a mis compañeros de que se
lanzaran sobre los remos para escapar del peligro, haciéndoles señas con mi
cabeza. Así que se inclinaron hacia adelante y remaban. Cuando en nuestro
recorrido estábamos alejados dos veces la distancia de antes, me dirigí al
Cíclope, aunque mis compañeros intentaban impedírmelo con dulces palabras a uno
y otro lado: «"Desdichado, ¿por qué quieres irritar a un hombre salvaje?,
un hombre que acaba de arrojar un proyectil que ha hecho volver a tierra
nuestra nave y pensábamos que íbamos a morir en el sitio. Si nos oyera gritar o
hablar machacaría nuestras cabezas y el madero del navío, tirándonos una roca
de aristas resplandecientes, ¡tal es la longitud de su tiro!" «Así
hablaron, pero no doblegaron mi gran ánimo y me dirigí de nuevo a él airado:
«"Cíclope, si alguno de los mortales hombres te pregunta por la vergonzosa
ceguera de tu ojo, dile que lo ha dejado ciego Odiseo, el destructor de
ciudades; el hijo de Laertes que tiene su casa en Ítaca." «Así hablé, y él
dio un alarido y me contestó con su palabra: «"¡Ay, ay, ya me ha alcanzado
el antiguo oráculo! Había aquí un adivino noble y grande, Telemo Eurímida, que
sobresalía por sus dotes de adivino y envejeció entre los Cíclopes vaticinando.
Éste me dijo que todo esto se cumpliría en el futuro, que me vería privado de
la vista a manos de Odiseo. Pero siempre esperé que llegara aquí un hombre
grande y bello, dotado de un gran vigor; sin embargo, uno que es pequeño, de
poca valía y débil me ha cegado el ojo después de sujetarme con vino. Pero ven
acá, Odiseo, para que te ofrezca los dones de hospitalidad y exhorte al
ínclito, al que conduce su carro por la tierra, a que te dé escolta, pues soy
hijo suyo y él se gloría de ser mi padre. Sólo él, si quiere, me sanará, y
ningún otro de los dioses felices ni de los mortales hombres."
«Así habló, y yo le
contesté diciendo: «"¡Ojalá pudiera privarte también de la vida y de la
existencia y enviarte a la mansión de Hades! Así no te curaría el ojo ni el que
sacude la tierra." «Así dije, y luego hizo él una súplica a Poseidón
soberano, tendiendo su mano hacia el cielo estrellado: «"Escúchame tú,
Poseidón, el que abrazas la tierra, el de cabellera azuloscura. Si de verdad
soy hijo tuyo -y tú te precias de ser mi padre-, concédeme que Odiseo, el
destructor de ciudades, no llegue a casa, el hijo de Laertes que tiene su
morada en Ítaca.
Pero si su destino es
que vea a los suyos y llegue a su bien edificada morada y a su tierra patria,
que regrese de mala manera: sin sus compañeros, en nave ajena, y que encuentre
calamidades en casa."
«Así dijo suplicando,
y le escuchó el de azuloscura cabellera. A continuación levantó de nuevo una
piedra mucho mayor y la lanzó dando vueltas. Hizo un esfuerzo inmenso y dio
detrás de la nave de azuloscura proa, tan cerca que faltó poco para que
alcanzara lo alto del timón. Y el mar se levantó por la caída de la piedra, y
el oleaje arrastró en su reflujo la nave hacia el litoral y la impulsó hacia
tierra.
«Conque por fin
llegamos a la isla donde las demás naves de buenos bancos nos aguardaban
reunidas. Nuestros compañeros estaban sentados llorando alrededor, anhelando
continuamente nuestro regreso. Al llegar allí, arrastramos la nave sobre la
arena y desembarcamos sobre la ribera del mar. Sacamos de la cóncava nave los
ganados del Cíclope y los repartimos de modo que nadie se fuera sin su parte
correspondiente.
«Mis compañeros, de
hermosas grebas, me dieron a mí solo, al repartir el ganado, un carnero de más,
y lo sacrifiqué sobre la playa en honor de Zeus, el que reúne las nubes, el
hijo de Crono, el que es soberano de todos, y quemé los muslos. Pero no hizo
caso de mi sacrificio, sino que meditaba el modo de que se perdieran todas mis
naves de buenos bancos y mis fieles compañeros.
«Estuvimos sentados
todo el día comiendo carne sin parar y bebiendo dulce vino, hasta el sumergirse
de Helios. Y cuando Helios se sumergió y cayó la oscuridad, nos echamos a
dormir sobre la ribera del mar.
«Cuando se mostró
Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, di orden a mis compañeros
de que embarcaran y soltaran amarras, y ellos embarcaron, se sentaron sobre los
bancos y, sentados, batían el canoso mar con los remos. «Así que proseguimos
navegando desde allí, nuestro corazón acongojado, huyendo con gusto de la
muerte, aunque habíamos perdido a nuestros compañeros.»
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